Sonaba de fondo una canción con voz de mujer y violines tormentosos. El viento golpeaba las cortinas violetas de Amelia, moviendo todos los papeles y libros en su habitación. Las fotos que colgaban en su pared bailoteaban, golpeándose entre sí e intentando huir de los pines que las aprisionaban en el corcho, queriendo ser libres y flotar como los recuerdos que evocaban, recuerdos de salidas a boliches con amigas, de tragos con otros amigos, del primer día que empezó la escuela y sus papás la acompañaron a la puerta del colegio, de su abuela teniendola en sus brazos y otra de ella muy sexy, artística, con un vestido negro y guantes, haciendo honor a Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany's en una fiesta de Halloween del conocido de alguien de la facultad. Ninguna foto de un hombre, porque ningún hombre formaba parte de su vida, llenando ese agujero que tanto podría satisfacerla pero nunca lo hacía. Porque los hombres podían ser sus amigos, geniales amigos de hecho, responsables de noches de bailar y risas, de tomar café y debatir sobre filosofía y chismeríos, con una perspectiva distinta a la cínica femenina, pero no había nunca, ninguno, ni un 0,1% que estuviera dispuesto a correr el riesgo por algo más. Porque eran todos unos cobardes, sin lo necesario para no fingir sus emociones ni demostrar lo que realmente sentían de entrada, en vez de fingir un interés que luego, eventualmente, se desvanecería.
Y eso que Amelia era una chica muy bonita, promedio 8,76 en la carrera de Ingeniería Nuclear, una increíble fotógrafa por hobby y además había salido en el puesto número 150 de una carrera donde corrieron 5000 chicas, furiosas, a toda velocidad, con los pelos al viento, probablemente huyendo de sus pensamientos, de malos recuerdos, de pésimas decisiones y de la influencia del mundo en sus espaldas todo el tiempo, las 24 horas del día los 7 días a la semana. Probablemente la mayoría de las personas con tantos logros a la temprana pero tardía edad de 24 años podría ser pedante o engreída, pero no era su caso; ser ligeramente insegura era uno de los defectos que tenía, además de dormir 5 horas al día y hablar muy rápido.
Pero no se trataba, ni se trató nunca sobre ser inteligente, ser simpática, interesante o incluso atractiva, ¿Verdad? Cualquiera pensaría que los hombres hacen largas filas para poder probar eso, pero no lo hacían; la mayoría gastaba el tiempo haciendo cola en el nuevo Wendy's de Cabildo o en jugar a la computadora. Y aquellos que lograban encontrarla en algún camino del azar, terminaban adorándola y dejándola, como quien comienza una nueva religión esperando un cambio milagroso en su vida.
Y no era la única, por supuesto. Cada vez que se juntaba con sus más queridas amigas, cada una poseedora de una belleza singular y estereotípica, saltaba siempre sobre la mesa y los Mojitos una nueva historia. ¿Recuerdan aquel chico aleatorio, que conocí de esa forma inusual y que aparentaba amarme y todas pensamos que era el cambio de mano, las nuevas cartas, el nuevo año o la nueva estación, dando algo nuevo que no teníamos, mostrando que sólo teníamos mala suerte, que estábamos equivocadas? Oh bueno nunca supe nada más de él, oh qué curioso. Ni siquiera me llevó a la cama. Decidió que quería dedicar su vida a coleccionar rocas o acostarse con su ex.
Amelia ya había tenido suficiente para una vida y no iba a permitir que otra vez se salieran con la suya. No lo hizo desde que tuvo en sus manos el poder, desde que prometió bajo la tormenta que no estaba dispuesta a compartir el planeta con la escoria masculina que tuviera el mal hábito de ir por ahí destrozando el corazón de otras personas, incitándolas a llorar, tomar helado en potes de kilo para sentirse mejor y rompiéndose el hígado para olvidar. Porque con ellos el mundo estaba podrido, y era hora de purificarlo; No era justo para las mujeres, musas de la naturaleza, ni para los pocos ejemplares que hubiera por ahí, libres, circulando. Su abuela le había enseñado, entre otras cosas, que mentir era uno de los peores pecados que existían, que todas las chicas son princesas y no tenía que dejar que nadie le hiciera creer lo contrario. Y ellos siempre, siempre empecinados en intentar demostrar lo contrario, en asesinar ilusiones y jugando a hacer lo contrario a sus palabras, pues bien, Amelia ya estaba cansada de eso.
Se paró frente al espejo de cuerpo entero, con los ojos brillando en la oscuridad de un color azul eléctrico. Tomó su lápiz de labios que guardaba para esas ocasiones, color "Beso de Chocolate", que combinaba con el lunar sobre sus labios y se lo pasó una y otra vez, hasta que quedó perfecto. Se acomodó el cabello, largo y con ondas feroces, y se calzó las botas negras, largas hasta las rodillas y tomó del perchero en la puerta su capa azul, que guardaba para esas ocasiones. Una última mirada a su reflejo, y estaba lista. Pollera y musculosa negras, de cuero, ajustadas al cuerpo, guantes hasta el codo negros, haciendo juego con sus botas y su capa, azul, larga hasta la mitad de sus muslos, ondeante como su cabello al viento.
Salió por la ventana y se asomó al balcón, el de su habitación, que daba a la tranquila calle de su barrio. Se paró sobre la cornisa y sin saltar, el viento la elevó por el aire, títere de su voluntad, y descendió apaciblemente sobre el césped, lleno de hojas naranjas caídas por el otoño, que corrían de un lado a otro, sabiendo que algo iba a ocurrir. Una vez en tierra firme, tomó carrera y dio un salto y se elevó por el aire, 2, 3, 5, 10 metros, y planeó junto al viento, con el pelo haciéndole el brushing mientras volaba, cruzando la Capital Federal, hasta encontrar la casa del portón rojo y descendió en línea recta, cayendo sobre sus pies, sin sentir el más leve dolor, ya que su cuerpo no se había lesionado. Porque perdió esa capacidad, al mismo tiempo que ganaba muchas otras, en aquel accidente de laboratorio hacía dos años, en el taller para Química Nuclear II, en la que la mezcla con la errónea proporción de cada ingrediente, la radiación y la falla en su traje especial que debía protegerla de cualquier cosa la dejaron inconsciente mientras el laboratorio se incendiaba y en observación por una semana, hasta que la dejaron ir a su casa con sus padres, muertos de la preocupación, porque nada había salido mal en los exámenes que le hicieron los mejores médicos del mundo y especialistas en Medicina Nuclear, quienes no sabían en qué había consistido el accidente ni cómo ella podía estar sana y salva después de todo. Y nunca supieron los cambios que ocurrieron en ella, cómo el fuego, el clima, la electricidad y los objetos podían moverse a su antojo, ni para qué ella utilizaba esas ventajas que la ADN Polimerasa le había dado.
Se paró frente al portón de su casa y, entrecerrando sus ojos brillantes, por la ira y la frustración, lo cual le daba mucho más poder, éste abrió sin ofrecer resistencia. Encontró su Fiat Duna rojo, durmiendo a salvo del viento y la lluvia y el peligro de descansar en la calle, el auto en el que él la besó cuando se ofreció a llevarla a su casa, como todo un caballero. Parecía ser distinto, porque ni siquiera se quiso aprovechar de ella. Insistió en verla nuevamente, la invitó a comer a Puerto Madero y que no quería apresurarse a la consumación física del amor porque ella *realmente* le interesaba. Seguro *realmente* le interesaba, lo demostró diciéndole por mensaje de texto que verse de vuelta ya no le interesaba porque "estaba confundido" y que quería ser su amigo nada más. Siempre era algo así. Si no era confusión, era él intentando acercarse a sus amigas en bares para usarlas por sexo, como hizo con ella. Si no era eso, era el pánico escénico de invitarla a salir y ni querer acompañarla a la parada de colectivo. Si no, no pasar nunca a buscarla porque se había quedado a dormir con otra que conoció en una fiesta y enterarse por haberlos visto salir del albergue transitorio. Cada uno tenía su estilo y su firma, y por eso tenían que pagar. Porque no se dice una cosa y se hace otra, porque no se lastima a la gente, porque no se destroza con el pie una torta de manzana, miel y canela recién horneada ni se dispara a los pajaritos que acaban de salir del huevo. Es inhumano y es cruel.
Sonrió una sonrisa fría y traviesa. El auto prendió sus luces, movió su parabrisas, se despegó del suelo unos 10 cm y se dio vuelta en el aire. Amelia parpadeó y el autó cayó, rompiendo todos sus vidrios y espejos, sin moverse de su lugar.
Un ladrido que venía de la escalera que comunicaba la cochera a la cocina la sorprendió. Un ovejero alemán inmenso y furioso le ladraba, anunciando que había una intrusa en la casa. Amelia le sonrió, lo miró fijamente con sus ojos radiactivos y le dijo:
--Mal chico, mal chico.
Instantáneamente dejó de ladrar y subió las escaleras nuevamente, tranquilo.
Amelia dio dos pasos para atrás, buscando la ventana encima del portón; la ventana que correspondía a su habitación. La luz estaba apagada. Sin dejar de sonreír, dio otro salto y se elevó por el aire, y manteniéndose firme, con el cabello furioso volando hacia arriba, mezclándose con su capa, lo vio a él, acostado en la cama escuchando música con auriculares, leyendo un libro. Y con un parpadeo de los ojos de Amelia, un relámpago inundó toda la zona como el flash de una cámara de fotos inmensa, un trueno hizo temblar la tierra, y la luz se apagó en esa casa. Pudo ver el cabello rubio de él, peinado con egoísmo moverse, mirando a su alrededor. Su computadora portátil se había apagado dejándolo sin música. Amelia vio que se puso de pie, mirar hacia la ventana y parpadear confundido, y supo que era tiempo de huir. Desapareció con el viento y volvió volando, por la ciudad de noche, en el medio de la tormenta de viento y relámpagos. Él nunca iba a reconocerla, porque seguro ya no pensaba en ella, y si lo había hecho, no había nada que pudiera decirle. Seguro pensó en ella por primera vez después de semanas de desaparecer, porque ni siquiera pensó cuando le mandó el mensaje, porque no era algo a lo que le hubiera dedicado tiempo o esfuerzo. Quizás no le parecía interesante, emocionante o eléctrica, no lo suficiente como para estar con él, pero ahora tenía algo que apasionante en lo que pensar y con lo que tener pesadillas.
Ya nadie le iba a romper el corazón a Amelia, y ella se encargaría de que él no se lo rompiera a nadie más. Es lo que ella hacía ahora. Una vez en la comodidad de su hogar, se puso su camisón blanco de encaje, se ató el largo e indomable cabello con una trenza y se fue a dormir, pensando en todas los corazones rotos que iba a recuperar esa noche y todas las noches, destruyendo hogares e hiriéndoles donde más les dolía, en honor a todas las chicas heridas y engañadas del planeta que por ella llamaran. Era una villana que bailaba en el territorio de una santa y golpeaba a Cupido en la cara con sus estúpidas flechas.
Una vez que se durmió, la tormenta se calmó, y el Sol salió a la mañana siguiente, listo para un nuevo día.