miércoles, junio 11

Pedidos

Es común quejarse de la vida. De lo que le pedimos a la vida, lo que la vida no nos da, lo que la vida sí nos dio, lo que nos falta y lo que nos sobra, como si hubiera un Papá Noel cósmico encargado de leer nuestras cartas mentales a la hora de dormir, cabeza sobre la almohada, o con la cabeza apoyada sobre la ventanilla de un colectivo y los ojos entrecerrados entre melodía risueña a niveles de decibeles dañinos para los oídos y procesarlas convirtiéndolas en realidad. Quizás existe ese Papá Noel, quizás no. Intentar decidirlo llevaría esta entrada a un interminable debate no falsable ni verificable de si existe algo más o no.
Yo creo que la vida sí nos da lo que pedimos, en un sentido muy amplio, claro, pero lo hace. Sólo que traviesa, como los dados que manejan las estrellas, lo hace desordenadamente, sin respetar prioridades de pedido, como si se tratara de una serie de torrents que están pendientes por tiempos porque no tienen fuentes, y descargan en forma de una ventanita sorpresiva y casual que cuenta que sí, esa película que pensabas jamás descargaría lo hizo después de todo, como un regalo de Navidad en el mes de octubre, como un colectivo que llega cuando uno recién levanta la vista del celular al llegar a la parada.
Pedimos de todo, y lo pedimos con insistencia, lo rezamos, lo imploramos, lo invocamos con el canto frenético en coro en un boliche. Pedimos el primer amor, el gran amor, el primer beso que nos hace temblar cada célula del cuerpo, que nos hace liberar todos los neurotransmisores al mismo tiempo, como un momento de muerte en vida. Pedimos un romance glorioso, sin sueño y apasionado, sin una sola canción que logre comprenderlo más que leer y releer los clásicos de la literatura y sus desgarrantes estrofas. Pedimos un  corazón roto, al menos uno, para sacarnos de la monotonía de la vida real, para llenar de emociones a la nada misma. Pedimos el sexo, la relación llena de lujuria, la juventud oscura que se esconde detrás de las arrugas de los ancianos alimentando palomas en las plazas. Pedimos el amor correspondido, la ternura en el día a día, la rutina de la relación, el amor luego de los 200 "te amo". Pedimos al pretendiente, aquella persona que se enamora de nosotros cuando no fue a propósito, seducida por las auténticas bellezas del día a día, sin maquillaje, sin risas nerviosas, sin palmas sudorosas, ese amor que no explica y uno mismo jamás podría entender que es causado por la esencia de colores que perfuma la piel de cada ser. Pedimos la libertad, la soledad, el paisaje con todos los caminos donde cada uno conduce a un paraíso distinto, con playas de agua verde, bosques de lavanda y silencio, montañas imponentes y majestuosas y el simple césped lleno de flores, donde cada uno invita a la elegancia de la paz y propone un peligro inminente e incógnito.
Pedimos, pedimos, pedimos, porque somos seres humanos, y es lo que hacemos. Y nos quejamos de que no llega, de que no está, de que es por nada, que nunca va a suceder. Pero sí, sucede, y llega todo, eventualmente, o al menos casi todo. 
Llega el primer amor, luego el primer romance. Llega la historia para contar a los nietos, llega la relación hermosa con tortas de zanahoria y budín de jengibre, el pretendiente inesperado, la lujuria y el corazón roto. Todo desordenado, todo en cualquier tiempo, como globos que se tiran al mar desde lo alto del cielo, y caen como piruetas de colores en círculos erráticos, hasta besar con suavidad los salados labios del océano. Entropía, pasiones y un tornado sobre los caminos que conducen a todos los paisajes, llevando por el aire las serpientes y las fores venenosas, las tormentas eléctricas y la lluvia helada, mezclando los peligros y convergiendo los placeres, como un gran tornado donde uno es el ojo, hecho bolita, respirando grandes bocanas de aire.

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